LEY IMPLACABLE


 

¡Ay! ¿Cómo quieres que tu madre encuentre
en este mundo bienhechora calma,
si le desgarras, al nacer, el vientre,
y le desgarras, al morir, el alma?

¡Y esa madre infeliz, cómo a porfía
quiere darte, en el mundo, horas serenas,
si en la leche fetal con que te cría,
bebes tú… todo el zumo de sus penas!

¿Cómo quieres, mortal, que en la existencia
tu esposa guarde fiel tus atributos…
si tú mismo, al robarle la inocencia,
le enseñas el deleite de los brutos?

Hombre, eres pasto de un rencor violento:
al mal te empujan invisibles manos;
vives, y te devora el sufrimiento;
mueres, y te devoran los gusanos.

Julio Flóres

CANCIÓN DE OTOÑO EN PRIMAVERA


 

A Gregorio Martínez Sierra

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro…

y a veces lloro sin querer…

Plural ha sido la celeste

historia de mi corazón.

Era una dulce niña, en este

mundo de duelo y de aflicción.

Miraba como el alba pura;

sonreía como una flor.

Era su cabellera obscura

hecha de noche y de dolor.

Yo era tímido como un niño.

Ella, naturalmente, fue,

para mi amor hecho de armiño,

Herodías y Salomé…

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro…

y a veces lloro sin querer…

Y más consoladora y más

halagadora y expresiva,

la otra fue más sensitiva

cual no pensé encontrar jamás.

Pues a su continua ternura

una pasión violenta unía.

En un peplo de gasa pura

una bacante se envolvía…

En sus brazos tomó mi ensueño

y lo arrulló como a un bebé…

Y te mató, triste y pequeño,

falto de luz, falto de fe…

Juventud, divino tesoro,

¡te fuiste para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro…

y a veces lloro sin querer…

Otra juzgó que era mi boca

el estuche de su pasión;

y que me roería, loca,

con sus dientes el corazón.

Poniendo en un amor de exceso

la mira de su voluntad,

mientras eran abrazo y beso

síntesis de la eternidad;

y de nuestra carne ligera

imaginar siempre un Edén,

sin pensar que la Primavera

y la carne acaban también…

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro…

y a veces lloro sin querer.

¡Y las demás! En tantos climas,

en tantas tierras siempre son,

si no pretextos de mis rimas

fantasmas de mi corazón.

En vano busqué a la princesa

que estaba triste de esperar.

La vida es dura. Amarga y pesa.

¡Ya no hay princesa que cantar!

Mas a pesar del tiempo terco,

mi sed de amor no tiene fin;

con el cabello gris, me acerco

a los rosales del jardín…

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro…

y a veces lloro sin querer…

¡Mas es mía el Alba de oro!

Rubén Darío, 1905

ABROJOS – LII


Érase un cura, tan pobre,
que daba grima mirar
sus zapatos descosidos
y su viejo balandrán.
Érase un cuasi mendigo
que solía regalar
a los más pobres que él
con la mitad de su pan.
Un cura tan divertido
para hacer la caridad,
que si daba el desayuno
se acostaba sin cenar.
Érase un pobre curita
llamado el Padre Julián,
a quién vían como a un perro
los grandes de la ciudad,
pues era tan inocente
y era tan humilde el tal,
que en la casa de los grandes
daba risa su humildad.
Un día amaneció muerto,
siendo causa de su mal
no se sabe si mucha hambre
o alguna otra enfermedad.
Entonces un gran entierro
se ofreció al padre Julián,
donde sólo en cera y pábilo
se quemara un dineral.
Y se vieron coches fúnebres
y hubo un lujo singular,
a los ecos de las marchas
de la música marcial.
Y cuentan que los timbales
y oboes al resonar,
hacían burla del muerto
pobre de solemnidad…
Y que el muerto se reía
pensando en su balandrán,
con una de aquellas risas
que dan ganas de llorar.

Rubén Darío, 1886

¡QUIÉN SABE!


 

Indio que asomas a la puerta

de esa tu rústica mansión,

¿para mi sed no tienes agua?,

¿para mi frío, cobertor?,

¿parco maíz para mi hambre?,

¿para mi sueño, mal rincón?

¿breve quietud para mi andanza?…

—¡Quién sabe, señor!

Indio que labras con fatiga

tierras que de otro dueño son:

¿ignoras tú que deben tuyas

ser, por tu sangre y tu sudor?

¿Ignoras tú que audaz codicia,

siglos atrás, te las quitó?

¿Ignoras tú que eres el amo?

—¡Quién sabe, señor!

Indio de frente taciturna

y de pupilas sin fulgor,

¿qué pensamiento es el que escondes

en tu enigmática expresión?

¿Qué es lo que buscas en tu vida?,

¿qué es lo que imploras a tu Dios?,

¿qué es lo que sueña tu silencio?

—¡Quién sabe, señor!

¡Oh raza antigua y misteriosa

de impenetrable corazón,

y que sin gozar ves la alegría

y sin sufrir ves el dolor;

eres augusta como el Ande,

el Grande Océano y el Sol!

Ese tu gesto, que parece

como de vil resignación,

es de una sabia indiferencia

y de un orgullo sin rencor…

Corre en mis venas sangre tuya,

y, por tal sangre, si mi Dios

me interrogase qué prefiero,

—cruz o laurel, espina o flor,

beso que apague mis supiros

o hiel que colme mi canción—

responderíale dudando:

—¡Quién sabe, Señor!

José Santos Chocano

¡Basta!


 

Hoy destruyo mis viejos andamios

plegándome al sismo de mis convicciones.

Lloraré todas mis iras,

reiré todos mis miedos,

me despojaré de manteles gastados y

la última miseria, entre olvidos, cosecharé.

¡Basta!

Arrancaré uno a uno los ojos insensibles,

brotarán miradas sin nieblas ni desdenes.

Quiero el bautismo de inmensos ladrones ,

ser de papel, de incienso, de humo.

Descubrirme acróbata de mis fortalezas,

libélula de mis tormentas, de mis truenos y relámpagos,

paraíso entre todos mis infiernos.

¡Basta!

Hurgaré la tierra con mis narices,

con mis palmas, con mis plantas,

me llenaré de atmósfera, seré astro, luna,

despojo cósmico.

Aplaudiré la astucia de crecer entre cáliz y sacramentos,

pernoctaré bajo amaneceres estrellados y

noches de sol.

¡Basta!

Me voy de mí, huyo de mí,

naufragar en el horizonte,

dejarme ser tuna, lienzo, caracol, nada.

Hoy solo ser hoy,

que las mañanas sean siempre ahora.

Desplegar mis barrotes,

arrancar los quejidos que nunca duelen,

ir a todos los fondos para encontrar mi superficie.

¡Basta, basta de colgar amuletos!

Abrir la puerta, embriagarme de viento, de polvo, de escarcha,

ser ínfimo desde los gigantes que me invento,

tener en mi piel el moho que denuncie vivencias

y perecer de ganas, de gloria, de instinto.

Me crecerán columnas de indiferentes mausoleos.

Deslizándome entre mis espacios, sabré que la muerte espera:

no acudiré a la cita, iré a buscar a la blanca dama.

Gustavo Tisocco

De «Entre soles y sombras»

Del Cd «Intersecciones»

POST-UMBRA


 

Con letras ya borradas por los años,
en un papel que el tiempo ha carcomido,
símbolo de pasados desengaños,
guardo una carta que selló el olvido.

La escribió una mujer joven y bella.
¿Descubriré su nombre? ¡no!, ¡no quiero!
pues siempre he sido, por mi buena estrella,
para todas las damas, caballero.

¿Qué ser alguna vez no esperó en vano
algo que si se frustra, mortifica?
Misterios que al papel lleva la mano,
el tiempo los descubre y los publica.

Aquellos que juzgáronme feliz,
en amores, que halagan mi amor propio,
aprendan de memoria lo que dice
la triste historia que a la letra copio:

«Dicen que las mujeres sólo lloran
cuando quieren fingir hondos pesares;
los que tan falsa máxima atesoran,
muy torpes deben ser, o muy vulgares.

»Si cayera mi llanto hasta las hojas
donde temblando está la mano mía,
para poder decirte mis congojas
con lágrimas mi carta escribiría.

»Mas si el llanto es tan claro que no pinta,
y hay que usar de otra tinta más obscura,
la negra escogeré, porque es la tinta
donde más se refleja mi amargura.

»Aunque no soy para sonar esquiva,
sé que para soñar nací despierta.
Me he sentido morir y aún estoy viva;
tengo ansias de vivir y ya estoy muerta.

»Me acosan de dolor fieros vestigios,
¡qué amargas son las lágrimas primeras!
Pesan sobre mi vida veinte siglos,
y apenas cumplo veinte primaveras.

»En esta horrible lucha en que batallo,
aun cuando débil, tu consuelo imploro,
quiero decir que lloro y me lo callo,
y más risueña estoy cuanto más lloro.

»¿Por qué te conocí? Cuando temblando
de pasión, sólo entonces no mentida,
me llegaste a decir: «te estoy amando
con un amor que es vida de mi vida».

»¿Qué te respondí yo? Bajé la frente,
triste y convulsa te estreché la mano,
porque un amor que nace tan vehemente
es natural que muera muy temprano.

»Tus versos para mí conmovedores,
los juzgué flores puras y divinas,
olvidando, insensata, que las flores
todo lo pierden menos las espinas.

»Yo, que como mujer, soy vanidosa,
me vi feliz creyéndome adorada,
sin ver que la ilusión es una rosa,
que vive solamente una alborada.

»¡Cuántos de los crepúsculos que admiras
pasamos entre dulces vaguedades;
las verdades juzgándolas mentiras
las mentiras creyéndolas verdades!

»Me hablabas de tu amor, y absorta y loca,
me imaginaba estar dentro de un cielo,
y al contemplar mis ojos y mi boca,
tu misma sombra me causaba celo.

»Al verme embelesada, al escucharte,
clamaste, aprovechando mi embeleso:
«déjame arrodillar para adorarte»;
y al verte de rodillas te di un beso.

»Te besé con arrojo, no se asombre
un alma escrupulosa y timorata;
la insensatez no es culpa. Besé a un hombre
porque toda pasión es insensata.

»Debo aquí confesar que un beso ardiente,
aunque robe la dicha y el sosiego,
es el placer más grande que se siente
cuando se tiene un corazón de fuego.

»Cuando toqué tus labios fue preciso
soñar que aquél placer se hiciera eterno.
Mujeres: es el beso un paraíso
por donde entramos muchas al infierno.

»Después de aquella vez, en otras muchas,
apasionado tú, yo enternecida,
quedaste vencedor en esas luchas
tan dulces en la aurora de la vida.

»¡Cuántas promesas, cuántos devaneos!
el grande amor con el desdén se paga:
Toda llama que avivan los deseos
pronto encuentra la nieve que la apaga.

»Te quisiera culpar y no me atrevo,
es, después de gozar, justo el hastío;
yo que soy un cadáver que me muevo,
del amor de mi madre desconfío.

»Me engañaste y no te hago ni un reproche,
era tu voluntad y fue mi anhelo;
reza, dice mi madre, en cada noche;
y tengo miedo de invocar al cielo.

»Pronto voy a morir; esa es mi suerte;
¿quién se opone a las leyes del destino?
Aunque es camino oscuro el de la muerte,
¿quién no llega a cruzar ese camino?

»En él te encontraré; todo derrumba
el tiempo, y tú caerás bajo su peso;
tengo que devolverte en ultratumba
todo el mal que me diste con un beso.

»Mostrar a Dios podremos nuestra historia
en aquella región quizá sombría.
¿Mañana he de vivir en tu memoria…?
Adiós… adiós… hasta el terrible día».

Leí estas líneas y en eterna ausencia
esa cita fatal vivo esperando…
Y sintiendo la noche en mi conciencia,
guardé la carta y me quedé llorando.

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 Juan de Dios Peza